-¡Pero si no lleva nada! -exclamó de pronto un niño.
-¡Dios bendito, escuchen la voz de la inocencia! -dijo su
padre; y todo el mundo se fue repitiendo al oído lo que acababa de decir el
pequeño.
Al igual que el emperador del cuento del maestro Hans
Christian Andersen, los que asumimos la aventura de escribir nos sentimos
constantemente tentados a presumir el majestuoso traje que usamos, a creer que
es exquisito y que solo lo pueden
disfrutar las mentes ilustres. Este traje que es nuestra creación literaria a
cual llamamos cuentos, poemas, novelas, etc., no es más que la transparencia de
nuestro ser, el reflejo de nuestro interior y nada más. Sencillamente nos
condena al desnudo, todo cuanto somos expuesto a los ojos del mundo sin ningún
trapito que lo encubra.
Y de hecho no puede ser de otra forma, no podemos pretender
ser otros ya que hasta la cándida caperucita descubrió al lobo disfrazado de
abuelita, es en nuestra identidad donde alcanzamos la fuerza de expresión.
Entonces aquí estoy amigos míos, todo cuanto soy entero e indiviso con el afán
ser y dar. Porque he vivido tengo algo que dar y porque tengo una voz tengo
algo que decir, pero la expresión solo toma su verdadero valor cuando otro la
percibe. Les dedico éste mi segundo blog a toda la gran familia literaria que
me ha acogido tan afectuosamente y todo aquel que me brinde la oportunidad de
ser leído.